Para alguien tan aferrado a las
viejas costumbres como yo todos los cambios son sinónimo de malestar y
desasosiego. Mis vecinos, mis pobres vecinos siempre me han detestado. Ahora lo
sé. Quizá envidia por mi linaje o por mis extensas propiedades o por este castillo
medieval que heredé de mi acaudalada estirpe de Normandía. Quizá porque carecen del más
mínimo sentido del decoro y la cortesía. El caso es que mi relación con los
parroquianos se ha visto degradada a la indiferencia más absoluta. Y me quedo
corto por no acometer el uso de epítetos que ensucien mi gramática.
Recuerdo cuando mis vecinos me
hacían visitas. Se ofrecían para podar mis parrales. Me saludaban con respeto y
pulcra educación. ¡Qué lejos están esos días de plenitud! Ahora, cada vez que
me cruzo en su camino, como poco me ignoran. Hacen guiños y aparentan que no me han reconocido. Hasta las viejas se santiguan descaradamente.
Incluso los niños, aleccionados por sus progenitores, huyen de mi presencia
despavoridos. Sus dulces rostros se retuercen en asquerosas muecas que casi
parecen espasmos terroríficos. Es
inaguantable. Y mucho más clamoroso si este encuentro tiene lugar en
alguna dependencia de mi noble castillo. Sinceramente, querido bisabuelo, creo
que el asunto de mi entierro ha producido daños irreparables en nuestras
relaciones vecinales.
PEDRO PUJANTE
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